Cuando voy a Londres siempre me sabe a poco
Puesta de sol en Saint James Park. Primavera. Frío y niebla. Los narcisos inundan el parque. Son las primeras flores de la primavera pues el resto de flora despierta muy despacio, en la siempre verde Inglaterra. Londres en marzo, lluvioso y húmedo. Agradeces un sombrero y unos guantes que no te quitas de encima, solo cuando entras en uno de los hermosos e infinitos museos que abundan en la ciudad. ¡Pero qué museos!¡Son fastuosos! Todo es grande y magnífico en Londres. Desde el siglo XVIII se diseña la ciudad como capital del mundo. Y es que lo es.
En Londres se reúnen todas las razas, todos los discursos, en un microcosmos poderoso de gran creatividad.
Y su urbanismo excepcional en cuanto a protección del verde: hay numerosos parques, unos más grandes otros más pequeños; unos privados, otros públicos, todos bien cuidados. Pero también hay masificación en el metro en las horas punta como si las hormigas de un gigantesco hormiguero salieran todas al mismo tiempo. Dura poco, es lo que en inglés se denomina «the rush hour»
Londres es los museos -así, en primer lugar- los parques, los jardines, el teatro, el metro, las razas, la sofisticación, el imperio, el mundo en un pañuelo.
Visitamos Candem town/ Camden Market, no vale la pena. Ha cambiado mucho desde que en sus inicios era un lugar tranquilo al lado del canal en un barrio obrero donde se habían establecido artesanos y artistas en las antiguas naves industriales. Ahora ha crecido demasiado, hay demasiada gente y la tranquila plaza se ha llenado de quioscos de comida que no dejan ni un palmo libre al caminante.
Luego fuímos al British Museum: enorme. Estaba lleno a rebosar: escuelas, familias, turistas de todo el mundo llenaban las grandes salas repletas de patrimonio arqueológico. Has de escoger qué ver pues en un día no puedes verlo todo. Lo mismo ocurre en el Victoria and Albert Museum, expresión del poderío durante el reinado de la reina Victoria. Un museo inmenso, rico, con un bar-restaurante que recomiendo visitar. Las cafeterías del British Museum tampoco están nada mal, poder merendar o cenar bajo la gran cúpula de Norman Foster es una gozada.
Y el que más me impresionó fue el Museo de la guerra, que me lo encontré por casualidad y me gustó muchísimo. Muy didáctico y atractivo, como todos los museos ingleses.